Porque sencillamente se puede

Cómo podía romperse el corazón de una persona irreparablemente y aún así seguir adelante, preparando el café, comprando sábanas, haciendo camas y asistiendo a reuniones. Se levantaba, se duchaba, se vestía, se acostaba, pero una parte suya había muerto. En otros tiempos Mary Stuart se había preguntado cómo era posible vivir así, lo que despertaba en ella era una curiosidad morbosa. Ahora lo sabía. Sencillamente se seguía viviendo. El corazón seguía latiendo y se negaba a dejarte morir. Seguías caminando, hablando y respirando aunque por dentro estuvieses deshecha. Y se dio cuenta de algo que siempre había temido: que al final uno se queda solo. Era ella quien tenía que superar su desgracia y seguir adelante.

domingo, 21 de marzo de 2010

Baldosa #




La lluvia caía continuamente, sin interrupción alguna. Ella caminaba apresurada, apretando con firmeza el paraguas y cuidando de no chocar contra ningún transeunte al marchar sobre las concurridas calles de la ciudad. La aglomeración de personas la encapsulaba y no la dejaba en paz. Caminó por avenidas, calles, y atajos hasta llegar a la esquina donde se hallaba el Café Des Angelis. Aquél lugar le traía recuerdos tan lejanos...


Paró en seco. En la calle, los autos arrancaron a toda velocidad. Por encima de ellos, el semáforo estaba en rojo para los peatones. Ella odiaba ese color. Había llevado toda una vida en su contra...o gran parte de ésta. Lo miró impaciente, retándose mentalmente por no haber tomado prestado el auto de sus padres. Debería haber previsto que la lluvia inminente azotaría toda la región de un momento a otro. Y así estaba ocurriendo.


Una luz verde la sacó de sus cavilaciones. Cruzó la avenida, y siguió caminando con una velocidad más rápida. Daniel la estaría esperando...


Las pupilas se le ensancharon. Respiró profundo para contener las lágrimas que amenazaban con salir y mezclarse con la lluvia; dio pasos firmes y prosiguió su andar.


"Qué tonta" .


El agua continuaba precipitándose sobre la tierra. El mundo seguía su curso, sin pensar en detenerse, sin meditar siquiera en los problemas que surgían en él. Estaba totalmente prohibido descansar.


Ella se abrió paso en la multitud de personas -que como ella mísma- querían llegar sanos y secos a sus hogares. Era el infierno estar allí, apelotonado en el montón. Ella empujó, y chocó sin querer contra un cuerpo. Trastabilló, y al hacerlo, pisó una baldosa floja. El barro y el agua se impregnaron en sus pantalones y en sus zapatos.


-Mierda. Disculpe...- comenzó a decir Ella. Al levantar la vista la persona había desaparecido. Se volteó para localizarlo con la mirada, pero fue imposible. Se había ido cómo alma que llevaba el diablo. Un ramo de rosas, sin embargo, había caído en el suelo, cómo único vestigio del pequeño incoveniente que la había tenido como protagonista. Las flores se hallaban semitapadas por el agua de las baldosas. El barro y la suciedad habían hecho su trabajo. Ahora, las anteriores rosas, eran un ramo inservible. Algo que no se podía apreciar y que probablemente sería pisoteado hasta desaparecer.


Ella fijó su vista en las rosas. La baldosa en la que habían caído estaba repleta de agua. Una lágrima caprichosa osó salir de la jaula de sus ojos: rodó por su mejilla, resbaló por el mentón y cayó en la baldosa. Ella se agachó, conmocionada. Dejó su paraguas a un lado. En esos momentos no le importaba empaparse por completo. Sentía como la gente rozaba sus piernas contra sus brazos, cómo el mundo continuaba girando y moviéndose. Más sin embargo, el tiempo se había detenido para Ella.


Había visto su rostro. Estaba segura de ello. Era el rostro de Daniel en la baldosa. Sí, allí mismo. Apoyó delicadamente su palma en ella. El agua se enturbió. La quitó con rapidez. Y seguían estando. Sus facciones. Estaba sonriendo. Ella recordaba cuando lo hacía: sus ojos emitían una chispa mágica y atrapante -se le forrmaban pequeñas arrugas alrededor de ellos-, su nariz se arrugaba también, y su sonrisa se torcía en la comisura derecha. Conocía su rostro de memoria. Aquellas mañanas de descansos que nunca volverían, había aprovechado para recordar exactamente cada parte de su rostro.


No podía quitar los ojos de la baldosa. Un dolor profundo y agudo se le clavó en el pecho. Conocía esa sensación. Su corazón se tornaba un alfiletero, y cada recuerdo de Daniel, una aguja fría y punzante que la atravesaba de punta a punta. En esos momentos le costaba respirar, y el aire abandonaba poco a poco su cuerpo. Tenía que ser fuerte. Por ella y por los seres que amaba. Daniel... deseaba ahogar su nombre en la baldosa. Apretar la mano en su pecho y desechar su corazón. ¿De qué servía? Sólo le causaba dolor y tristeza. Nada tenía sentido en esos momentos. Ella se puso a reflexionar. Su vida entera había sido una escultura. Un pedazo de mármol al nacer y crecer, material inservible para cualquier artista. Pero Daniel, ah, Daniel había sabido darle forma y moldearla a su manera. No había sido fácil, pero lo había conseguido... ¿Y ahora? Daniel se había desecho de su obra, clausurado su museo, y borrado todo su pasado. Ya no le restaba hacer nada. Por dentro estaba muerte. La escultura había sido destruida a golpes. Cada pedazo era irreconocible. Sobreviviría, claro que sí, ya que no tenía el valor suficiente como para quitarse la vida.


Envidiaba a los muertos. Ellos no tenían que lidiar con problemas. Habían cerrado los ojos y ya.


La baldosa seguía devolviéndole la imagen de Daniel. Su pelo castaño llegaba a cubrirle toda la frente y las cejas. Sus ojos eran del color de la tormenta, como lo recordaba Ella. Apoyó nuevamente la mano en la baldosa. Apartó la vista con esfuerzo, y cerró los ojos. Al abrirlos nuevamente, la imagen había desaparecido. Dirigió una mirada a las rosas. Habían perdido su color, y un bordó oscuro había tomado posesión de todos sus pétalos. Pestañeó varias veces seguidas. Se incorporó y volvió a refugiarse bajo su paraguas. Respiró hondo, y pisó la baldosa con fuerza. Lejos de allí, en el cielo, los ojos de Daniel la observaban.