domingo, 1 de agosto de 2010
Kaien suspiró de pesar. Estaba cansado de levantar la mirada y escrutar a la multitud para divisarla. Aquello apestaba. ¡Era un aeropuerto, qué esperaba por Dios Santo! Y en plena hora pico... no debería haber dejado a Gell sólo. Si hubiera sabido que iba a pasarse sus próximas catorce horas de vida sentado en un banco gris y duro de un aeropuerto en Dublín, no hubiera salido pitando de su hogar ni se hubiera dejado notar por los humanos taxistas. Todavía recordaba con cierto resentimiento cómo había gritado aquél pobre hombre al ver que nohabía nadie en el taxi, y aún así, la puerta se abría sóla y dejaban un fajo de billetes en el asiento del copiloto. ¡Haberle agradecido al menos el dinero! Pero en vez de eso, había pisado el acelerador y se había borrado de la faz de la tierra. Kaien se tapó los ojos con las manos y se levantó del asiento. No llegaría, era inútil esperar. Recogió su chaqueta del respaldo y se encaminó a la salida. Parecía que en cualquier momento el aeropuerto reventaría por tal conglomerado de personas. Kaien no se sentía a gusto con ello. Prefería la soledad y la tranquilidad una y mil veces. Dio un paso adelante, y luego otro. De pronto, al intentar avanzar con rapidez ya que se dispersaba la multitud, chocó contra un cuerpo, y cayó de bruces al suelo.
-Pero qué... -dijo Kaien, tocándose la cabeza. ¿Cómo se había chocado con un humano? Eso era físicamente imposible, a menos claro... que lo que sea que hubiera chocado no fuera humano. Se levantó con ligereza, y al bajar los ojos, la sorpresa lo conmocionó. La había encontrado... Después de haberla buscado por siglos, seguía tan pura, angelical y radiante antaño había sido cuando ambos trabajaban en la Corte. Era ella, sin duda alguna... Madeleine, su querida esposa.
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