lunes, 5 de julio de 2010
Madeleine ríe de infelicidad. Madeleine se lamenta por ser la portadora de tanta desdicha. Madeleine se enoja, ya que las chicas grandes no lloran. Esa es la más grande de las blasfemias. Claro que lloran, y más de lo que desearía. Madeleine siente que fue todo su culpa. Si hubiera estado allí para evitar que el fuego avivara su destructiva y temerosa llama, aquello no habría ocurrido. Madeleine lo recuerda. Recuerda con sencilla inocencia pero dolido sufrimiento cómo la cabaña de madera en la que había vivido durante años, se desmoronaba en algo más que pocos segundos, arrastrando consigo a todos los habitantes de ella. Madeleine quiere desaparecer. No quiere morir, simplemente quiere desaparecer. Irse a otro plano dimensional de ese mundo cruel que le arrebató lo que quería más que a su vida mísma. Quiere borrarse de la faz de la Tierra, y surcar otras aguas, pisar otras tierras, y respirar otros aires. No quiere quedarse allí. Tarde o temprano, el pasado la encontrará, y está seguro que no podrá resistirlo. Madeleine se pasa una manga de su remera por la mejilla, y continúa caminando. Allí, en ese pedazo de tela, queda el vestigio de su dolor: una lágrima.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario