Porque sencillamente se puede

Cómo podía romperse el corazón de una persona irreparablemente y aún así seguir adelante, preparando el café, comprando sábanas, haciendo camas y asistiendo a reuniones. Se levantaba, se duchaba, se vestía, se acostaba, pero una parte suya había muerto. En otros tiempos Mary Stuart se había preguntado cómo era posible vivir así, lo que despertaba en ella era una curiosidad morbosa. Ahora lo sabía. Sencillamente se seguía viviendo. El corazón seguía latiendo y se negaba a dejarte morir. Seguías caminando, hablando y respirando aunque por dentro estuvieses deshecha. Y se dio cuenta de algo que siempre había temido: que al final uno se queda solo. Era ella quien tenía que superar su desgracia y seguir adelante.

domingo, 17 de enero de 2010

Cordones desatados




La niña limpió con sus sucias manos el peldaño de la escalera, acomodó su pollera y se sentó a esperar a Erik. Su madre le había avisado que habían llamado con repentina urgencia desde la casa de él aquella tarde, y debía ser algo verdaderamente importante para que se dignara a discar los números del teléfono.


Por más que le daba vueltas y vueltas al asunto, no conseguía descifrar que podía ser. Sólo habían hablado una sola vez ese día, cuándo sus caminos se habían cruzado, ella yendo a comprar el pan, y él ayudando a su madre en la huerta.

" -Oh, hola Erik- había saludado la niña


-Hola Minya- contestó el niño a toda prisa


Minya era tímida por naturaleza, le costaba mucho enfrentar a los chicos, ya fuera para hablarles de sus sentimientos, o de algo tan sin importancia como las bolsas blancas de basura que guardaban en el cesto de madera en su casa.


Ninguno de los dos sabía qué decirle al otro. Ambos habían dirigido su mirada al suelo.


-Minya, tienes los cordones desatados- acotó Erik


-Ah, gracias- contestó la niña


Silencio.


-Eh, ¿Qué haces por aquí?- preguntó Minya avergonzada.


-Mi madre me pidió que fuera a la huerta a ayudarla temprano hoy- respondió, girando la cabeza a la izquierda y a la derecha.


-Oh, veo que tienes prisa- se apresuró a decir Minya.


-Si, a decir verdad la tengo, con permiso- se disculpó a las apuradas y dándole un beso en la mejilla corrió hacia la huerta.


Minya se había quedado de piedra. Erik no se comportaba así. Normalmente la despedía con un gesto militar, como lo había aprendido de su padre. Esos saludos y gestos con la mano que no demostraban ni el más mínimo cariño. Minya se divertía al pensar en como habría sido la primera cita de la madre y el padre de Erik y como la madre lo habría conquistado.


Luego había salido de sus cavilaciones, y había entrado en el almacén."






Un ensordecedor ruido pobló los oídos de Minya. Se puso de pie rapidamente y corrió subiendo las escaleras. Pero por no hacer caso a la advertencia de Erik sobre sus cordones, cuándo se hallaba en el último escalón, cayó. Sus piernas le fallaron y su rodilla izquierda chocó contra la dura piedra de la escalera. Sus manos detuvieron el impacto de su caída a duras penas. En ese mismo instante, la puerta se abrió y de su interior emergió Erik con preocupación en el rostro. Minya lo vió antes de caer por completo, y soltar unas lágrimas amargas al piso. Se había prometido no llorar frente a Erik, pero las razones se las reservaba para ella mísma.


Pero el muchacho no se apresuró a ayudarla. Se quedó inmóvil, estático , frente a ella.


Minya habló, pero su voz la engañó y tembló.


-¿Que...no piensas ayudarme?- preguntó, ligeramente molesta.


No contestó.


Minya se llevó las manos a la cara. Se hallaban muy rojas, y al ver su rodilla, distinguió que hilos de sangre caían de ella, manchando de un rojo escarlata el escalón en el que había tropezado.


-Te dije que tenías los cordones desatados, niña boba- declaró Erik, haciendo que Minya pegara un brinco. Había tal quietud en el ambiente, que por momentos había dudado que el muchacho se decidiera a hablar.


Erik se agachó, llegando a la misma altura que Minya, y la tomó de la mano. Minya reprimió un gemido de dolor, y dejó que la conduciera a la casa.


Al entrar, la sentó con suavidad en el acolchonado sofá que poseía, y se encaminó a la cocina para agarrar agua oxigenada y una curita. Cuándo volvió, le limpió la herida lentamente, cuidando de que le doliera lo menos posible. La niña no sabía hacia donde mirar.


-Emm, gracias Erik, eres muy amable. Pero, ¿Por qué llamaste hoy a casa?-preguntó Minya, sin poder contener su curiosidad por más tiempo.


-Yo no llamé a tu casa, sabes que nunca lo hago.


-Pero si no fuiste tú...¡Claro que sí! Tu número aparecía en el registro de llamadas, tuviste que haber llamado.


-Te digo que no fui yo. ¿Para qué te hubiera llamado?-se preguntó más para sí mismo que para Minya


-No lo sé, es por eso por lo que vine-contestó la niña, mordiéndose el labio.


Erik exhaló un largo suspiro y asintió con la cabeza.


-¿Qué?¿Qué pasa?-preguntó Minya, clavando su mirada en los ojos verdes de Erik


-Nada.


-Erik...-le reprochó Minya


-Nada, olvídalo.


-¡Erik!-gritó la niña


-¡Bueno, maldición, no grites!- contestó furioso y enojado- ¡Mi madre me ha avisado que debemos mudarnos fuera del país! ¡Encontró un trabajo mejor allá afuera y me va a llevar con ella!- exclamó fuera de sí. Sus ojos verdes se habían cristalizado y habían construido un muro de odio frente a ella- ¡Y todo es tu culpa, porque de no ser que hubieras convencido a mi hermana de que fuera a ese concierto con tu primo, no estaría muerta, y nos ayudaría a todos en la economía del hogar!- se incorporó y le espetó una mirada reprobatoria a Minya, tirando por los aires el agua oxigenada que cayó en la alfombra, derramándose lentamente.


La niña se había quedado de piedra nuevamente. Dos veces en un mismo día, era un récord. Los ojos se le llenaron de lágrimas de bronca e impotencia, pero no objetó nada.


-¡No te quedes callada, dí algo!- Erik lo pidió a gritos.


Minya continuó sin inmutarse de lo que sucedía a su alrededor.


-Yo...¡maldición! No quería gritarte. No se lo que me pasó, yo no soy así, lo siento de verdad Minya, yo...-Erik hubiera seguido disculpándose pero no pudo hacerlo. Minya se había incorporado y le había dirigido una última mirada letal, tan parecida a la de la víbora, y se escapó de allí.


Pero todavía no había atado sus cordones...


Maldijo para sus adentros que fuera torpe y que hubiera caído por segunda vez. El impacto fue el doble de fuerte, y perdió el sentido. Lo último que vió fue agua oxigenada, curitas... y unos ojos verdes pidiendo perdón.

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